A espaldas de Jesús, los fariseos llegan a un acuerdo para prepararle una trampa decisiva. No vienen ellos mismos a encontrarse con El. Les envían a unos discípulos acompañados por unos partidarios de Herodes Antipas. Tal vez, no faltan entre estos algunos poderosos recaudadores de los tributos para Roma.
La trampa está bien pensada: ¿Es lícito pagar impuestos al César o no? Si responde negativamente, le podrán acusar de rebelión contra Roma. Si legitima el pago de tributos, quedará desprestigiado ante aquellos pobres campesinos que viven oprimidos por los impuestos, y a los que El ama y defiende con todas sus fuerzas.
La respuesta de Jesús ha sido resumida de manera lapidaria a lo largo de los siglos en estos términos: Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Pocas palabras de Jesús habrán sido citadas tanto como éstas. Y ninguna, tal vez, más distorsionada y manipulada desde intereses muy ajenos al Profeta, defensor de los pobres. Jesús no está pensando en Dios y en el César de Roma como dos poderes que pueden exigir cada uno de ellos, en su propio campo, sus derechos a sus súbditos. Como todo judío fiel, Jesús sabe que a Dios le pertenece la tierra y todo lo que contiene, el orbe y todos sus habitantes (salmo 24).
¿Qué puede ser del César que no sea de Dios? Acaso los súbditos del emperador, ¿no son hijos e hijas de Dios? Jesús no se detiene en las diferentes posiciones que enfrentan en aquella sociedad a herodianos, saduceos o fariseos sobre los tributos a Roma y su significado: si llevan la moneda del impuesto en sus bolsas, que cumplan sus obligaciones.
Pero El no vive al servicio del Imperio de Roma, sino abriendo caminos al reino de Dios y su justicia. Por eso, les recuerda algo que nadie le ha preguntado: Dad a Dios lo que es de Dios. Es decir, no deis a ningún César lo que solo es de Dios: la vida de sus hijos e hijas.
Como ha repetido tantas veces a sus seguidores, los pobres son de Dios, los pequeños son sus predilectos, el reino de Dios les pertenece. Nadie ha de abusar de ellos. No se ha de sacrificar la vida, la dignidad o la felicidad de las personas a ningún poder. Y, sin duda, ningún poder sacrifica hoy más vidas y causa más sufrimiento, hambre y destrucción que esa dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano que, según el papa Francisco, han logrado imponer los poderosos de la Tierra. No podemos permanecer pasivos e indiferentes acallando la voz de nuestra conciencia en la práctica religiosa.
J. A. Pagola
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