¡Todos tenemos fecha de caducidad! El libro de la Sabiduría dice: “Corta y triste es nuestra vida, no hay remedio para el hombre cuando llega a su fin” A lo largo de la historia de la humanidad late el perenne interrogante: ¿Por qué la muerte? No estamos ante una cuestión marginal, sino crucial para encontrar sentido a la existencia.
El hombre contemporáneo vive de un engaño originario que consiste en pensar que la vida le pertenece, que de alguna manera él ha sustraído la vida a “dioses” y la posee para siempre. ¿Qué ocurre ante la evidencia física de la muerte? Pues sencillamente, a no poderla abolir, la transforma en simulacro, en imagen, y en objeto comercial. Un ejemplo de esto, lo encontramos en el cine, la televisión, los periódicos…., que nos presenta la muerte en forma tremendista y espectacular, como algo ajeno al propio hombre: “los que se mueren son los otros, no yo”. Hay todo un complot social para escamotear o secuestrar a las personas su propia muerte, mediante la concienciación de que la medicina lo arreglara todo y a través del pensamiento dominante donde no hay preguntas, ni interesan las respuestas.
En el “arte de vivir” de hoy, es necesario que se reincorpore en los esquemas mentales el problema de la muerte, sin negarla ni reprimirla, sino desdramatizando el tabú de la muerte presentándola no como hecho fatal, sino como una situación natural que está íntimamente unida a la finitud humana. Poner fin a este ridículo autoengaño, ayuda al hombre a encontrase consigo mismo, llena de sentido su existencia y se prepara mejor para el final de sus días.
El cristianismo no ha negado nunca el dolor ni la muerte, sino que ha preparado a los hombres para enfrentarse con la gran verdad de la vida que es la propia muerte. El moribundo cristiano encuentra en el acontecimiento pascual de Cristo muerto y resucitado, razones para la esperanza, fuerzas para dar el salto sin miedo al más allá. Ello es debido a que durante el peregrinar terreno ha experimentado que la fe en Dios le capacita para que un día pueda decir como Jesús: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
Este “arte de saber morir” no se improvisa. Es fruto de la vivencia que transcurre entre dos afirmaciones claves del Credo: “creo en Dios” y “creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. La secularización de la vida cristiana y el silencio sobre los novísimos, trae como consecuencia la debilidad de la fe en Dios y la falta de ilusión por alcanzar la vida eterna. De manera que continua siendo muy actual aquella denuncia paulina: “si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desdichados” (1Cor 15, 19). En cambio, creer que por la fuerza del Resucitado, este cuerpo corruptible se tiene que revestir de incorruptibilidad, ayuda a bien morir (cf. CAT 1012).
Ante esta cultura repleta de artificios y miedos a los momentos finales del ser humano, hay que poner más en evidencia la novedad cristiana de la muerte. La cual, no es un fin, sino tránsito, no es término, sino Pascua. En definitiva, es el paso de la forma de existencia provisional a la vida perdurable (cf. CAT 988-991).
El hombre contemporáneo vive de un engaño originario que consiste en pensar que la vida le pertenece, que de alguna manera él ha sustraído la vida a “dioses” y la posee para siempre. ¿Qué ocurre ante la evidencia física de la muerte? Pues sencillamente, a no poderla abolir, la transforma en simulacro, en imagen, y en objeto comercial. Un ejemplo de esto, lo encontramos en el cine, la televisión, los periódicos…., que nos presenta la muerte en forma tremendista y espectacular, como algo ajeno al propio hombre: “los que se mueren son los otros, no yo”. Hay todo un complot social para escamotear o secuestrar a las personas su propia muerte, mediante la concienciación de que la medicina lo arreglara todo y a través del pensamiento dominante donde no hay preguntas, ni interesan las respuestas.
En el “arte de vivir” de hoy, es necesario que se reincorpore en los esquemas mentales el problema de la muerte, sin negarla ni reprimirla, sino desdramatizando el tabú de la muerte presentándola no como hecho fatal, sino como una situación natural que está íntimamente unida a la finitud humana. Poner fin a este ridículo autoengaño, ayuda al hombre a encontrase consigo mismo, llena de sentido su existencia y se prepara mejor para el final de sus días.
El cristianismo no ha negado nunca el dolor ni la muerte, sino que ha preparado a los hombres para enfrentarse con la gran verdad de la vida que es la propia muerte. El moribundo cristiano encuentra en el acontecimiento pascual de Cristo muerto y resucitado, razones para la esperanza, fuerzas para dar el salto sin miedo al más allá. Ello es debido a que durante el peregrinar terreno ha experimentado que la fe en Dios le capacita para que un día pueda decir como Jesús: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
Este “arte de saber morir” no se improvisa. Es fruto de la vivencia que transcurre entre dos afirmaciones claves del Credo: “creo en Dios” y “creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. La secularización de la vida cristiana y el silencio sobre los novísimos, trae como consecuencia la debilidad de la fe en Dios y la falta de ilusión por alcanzar la vida eterna. De manera que continua siendo muy actual aquella denuncia paulina: “si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desdichados” (1Cor 15, 19). En cambio, creer que por la fuerza del Resucitado, este cuerpo corruptible se tiene que revestir de incorruptibilidad, ayuda a bien morir (cf. CAT 1012).
Ante esta cultura repleta de artificios y miedos a los momentos finales del ser humano, hay que poner más en evidencia la novedad cristiana de la muerte. La cual, no es un fin, sino tránsito, no es término, sino Pascua. En definitiva, es el paso de la forma de existencia provisional a la vida perdurable (cf. CAT 988-991).
† Juan del Río Martín,
Arzobispo Castrense de España
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