El dicho está recogido en todos los evangelios y se repite hasta seis veces: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierde por mí, la encontrará”. Jesús no está hablando de un tema religioso. Está planteando a sus discípulos cuál es el verdadero valor de la vida.

El dicho está expresado de manera paradójica y provocativa. Hay dos maneras muy diferentes de orientar la vida: una conduce a la salvación, la otra a la perdición. Jesús invita a todos a seguir el camino que parece más duro y menos atractivo, pues conduce al ser humano a la salvación definitiva.

El primer camino consiste en aferrarse a la vida viviendo exclusivamente para uno mismo: hacer del propio “yo” la razón última y el objetivo supremo de la existencia. Este modo de vivir, buscando siempre la propia ganancia o ventaja, conduce al ser humano a la perdición.

El segundo camino consiste en saber perder, viviendo como Jesús, abiertos al objetivo último del proyecto humanizador del Padre: saber renunciar a la propia seguridad o ganancia, buscando no solo el propio bien sino también el bien de los demás. Este modo generoso de vivir conduce al ser humano a su salvación.

Jesús está hablando desde su fe en un Dios Salvador, pero sus palabras son una grave advertencia para todos. ¿Qué futuro le espera a una Humanidad dividida y fragmentada, donde los poderes económicos buscan su propio beneficio; los países, su propio bienestar; los individuos, su propio interés?

La lógica que dirige en estos momentos la marcha del mundo es irracional. Los pueblos y los individuos estamos cayendo poco a poco en la esclavitud del “tener siempre más”. Todo es poco para sentirnos satisfechos. Para vivir bien, necesitamos siempre más productividad, más consumo, más bienestar material, más poder sobre los demás.

Buscamos insaciablemente bienestar, pero ¿no nos estamos deshumanizando siempre un poco más? Queremos “progresar” cada vez más, pero, ¿qué progreso es este que nos lleva a abandonar a millones de seres humano en la miseria, el hambre y la desnutrición? ¿Cuántos años podremos disfrutar de nuestro bienestar, cerrando nuestras fronteras a los hambrientos?

Si los países privilegiados solo buscamos “salvar” nuestro nivel de bienestar, si no queremos perder nuestro potencial económico, jamás daremos pasos hacia una solidaridad a nivel mundial. Pero no nos engañemos. El mundo será cada vez más inseguro y más inhabitable para todos, también para nosotros. Para salvar la vida humana en el mundo, hemos de aprender a perder.

Querámoslo o no, el sufrimiento está incrustado en el interior mismo de nuestra experiencia humana, y sería una ingenuidad tratar de soslayarlo. A veces es el dolor físico el que sacude nuestro organismo. Otras, el sufrimiento moral, la muerte del ser querido, la amistad rota, el conflicto, la inseguridad, el miedo o la depresión. El sufrimiento intenso e inesperado que pronto pasará o la situación penosa que se prolonga consumiendo nuestro ser y destruyendo nuestra alegría de vivir.

A lo largo de la historia han sido muy diversas las posturas que el ser humano ha adoptado ante el mal. Los sufridos han creído que la postura más humana era enfrentarse al dolor y aguantarlo con dignidad. La escuela de Epicuro propagó una actitud pragmática: huir del sufrimiento disfrutando al máximo mientras se pueda. El budismo, por su parte, intenta arrancar el sufrimiento del corazón humano suprimiendo «el deseo».

Luego, en la vida diaria, cada uno se defiende como puede. Unos se rebelan ante lo inevitable; otros adoptan una postura de resignación; hay quienes se hunden en el pesimismo; alguno, por el contrario, necesita sufrir para sentirse vivo... ¿Y Jesús? ¿Cuál ha sido su actitud ante el sufrimiento?

Jesús no hace de su sufrimiento el centro en torno al cual han de girar lo demás. Al contrario, el suyo es un dolor solidario, abierto a los demás, fecundo. No adopta tampoco una actitud victimista. No vive compadeciéndose de sí mismo, sino escuchando los padecimientos de los demás. No se queja de su situación ni se lamenta. Está atento más bien a las quejas y lágrimas de quienes lo rodean.

No se agobia con fantasmas de posibles sufrimientos futuros. Vive cada momento acogiendo y regalando la vida que recibe del Padre. Su sabia consigna dice así: «No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos» (Mateo 6,34).

Y, por encima de todo, confía en el Padre, se pone serenamente en sus manos. E incluso, cuando la angustia le ahoga el corazón, de sus labios solo brota una plegaria: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

J. A. Pagola


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Ánfora y Corazón

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