No es difícil ver en la barca de los discípulos de Jesús, sacudida por las olas y desbordada por el fuerte viento en contra, la figura de la Iglesia actual, amenazada desde fuera por toda clase de fuerzas adversas y tentada desde dentro por el miedo y la poca fe. ¿Cómo leer este relato evangélico desde la crisis en la que la Iglesia parece hoy naufragar?
Según el evangelista, “Jesús se acerca a la barca caminando sobre el agua”. Los discípulos no son capaces de reconocerlo en medio de la tormenta y la oscuridad de la noche. Les parece un “fantasma”. El miedo los tiene aterrorizados. Lo único real es aquella fuerte tempestad.
Este es nuestro primer problema. Estamos viviendo la crisis de la Iglesia contagiándonos unos a otros desaliento, miedo y falta de fe. No somos capaces de ver que Jesús se nos está acercando precisamente desde esta fuerte crisis. Nos sentimos más solos e indefensos que nunca.
Jesús les dice tres palabras: “Ánimo. Soy yo. No temáis”. Solo Jesús les puede hablar así. Pero sus oídos solo oyen el estruendo de las olas y la fuerza del viento. Este es también nuestro error. Si no escuchamos la invitación de Jesús a poner en él nuestra confianza incondicional, ¿a quién acudiremos?
Pedro siente un impulso interior y sostenido por la llamada de Jesús, salta de la barca y “se dirige hacia Jesús andando sobre las aguas”. Así hemos de aprender hoy a caminar hacia Jesús en medio de la crisis: apoyándonos, no en el poder, el prestigio y las seguridades del pasado, sino en el deseo de encontrarnos con Jesús en medio de la oscuridad y las incertidumbres de estos tiempos.
No es fácil. También nosotros podemos vacilar y hundirnos como Pedro. Pero lo mismo que él, podemos experimentar que Jesús extiende su mano y nos salva mientras nos dice: “Hombres de poca fe, ¿por qué dudáis?”.
¿Por qué dudamos tanto? ¿Por qué no estamos aprendiendo apenas nada nuevo de la crisis? ¿Por qué seguimos buscando falsas seguridades para “sobrevivir” dentro de nuestras comunidades, sin aprender a caminar con fe renovada hacia Jesús en el interior mismo de la sociedad secularizada de nuestros días?
Esta crisis no es el final de la fe cristiana. Es la purificación que necesitamos para liberarnos de intereses mundanos, triunfalismos engañosos y deformaciones que nos han ido alejando de Jesús a lo largo de los siglos. Él está actuando en esta crisis. Él nos está conduciendo hacia una Iglesia más evangélica. Reavivemos nuestra confianza en Jesús. No tengamos miedo. ¿Por qué has dudado?
Hace todavía unos años, los cristianos hablaban de la incredulidad como de un asunto propio de ateos y descreídos, algo que a nosotros no nos rozaba de cerca. Hoy no nos sentimos tan inmunizados. La increencia ya no es algo que afecta solo a «los otros», sino una cuestión que el creyente se ha de plantear sobre su propia fe.
Antes que nada hemos de recordar que la fe nunca es algo seguro, de lo que podemos disponer a capricho. La fe es un don de Dios que hemos de acoger y cuidar con fidelidad. Por eso, el peligro de perder la fe no viene tanto del exterior cuanto de nuestra actitud personal ante Dios.
Bastantes personas hablan hoy de sus «dudas de fe». Por lo general se trata en realidad de dificultades para comprender de manera coherente y razonable ciertas ideas y concepciones sobre Dios y el misterio cristiano. Estas «dudas de fe» no son tan peligrosas para el cristiano que vive una actitud de confianza amorosa hacia Dios. Como decía el cardenal Newman, «diez dificultades no hacen una duda».
Para hablar de la fe, en la cultura hebrea se utiliza un término muy expresivo: "Amen". De ahí proviene la palabra «Amén». Este verbo significa «apoyarse», «asentarse», «poner la confianza» en alguien más sólido que nosotros.
En esto consiste precisamente lo más nuclear de la fe. Creer es vivir apoyándonos en Dios. Esperar confiadamente en él, en una actitud de entrega absoluta de confianza y fidelidad.
Esta es la experiencia que han vivido siempre los grandes creyentes en medio de sus crisis. San Pablo lo expresa de manera muy gráfica: «Yo sé de quién me he fiado» (2 Timoteo 1,12).
Esta es también la actitud de Pedro, que, al comenzar a hundirse, grita desde lo más hondo: «Señor, sálvame», y siente la mano de Jesús, que lo agarra y le dice: «¿Por qué has dudado?».
Las dudas pueden ser una ocasión propicia para purificar más nuestra fe, arraigándola de manera más viva y real en el mismo Dios. Es el momento de apoyarnos con más firmeza en él y de orar con más verdad que nunca.
Cuando uno es «cristiano de nacimiento», siempre llega un momento en el que nos hemos de preguntar si creemos realmente en Dios o simplemente seguimos creyendo en aquellos que nos han hablado de él desde que éramos niños.
J. A. Pagola
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