La Navidad es mucho más que todo ese ambiente superficial y manipulado que se respira estos días en nuestras calles. Una fiesta mucho más honda y gozosa que todos los artilugios de nuestra sociedad de consumo.

Los creyentes tenemos que recuperar de nuevo el corazón de esta fiesta y descubrir detrás de tanta superficialidad y aturdimiento, el misterio que da origen a nuestra alegría. Tenemos que aprender a «celebrar» la Navidad. No todos saben lo que es celebrar. No todos saben lo que es abrir el corazón a la alegría.

Y, sin embargo, no entenderemos la Navidad si no sabemos hacer silencio en nuestro corazón, abrir nuestra alma al misterio de un Dios que se nos acerca, reconciliarnos con la vida que se nos ofrece, y saborear la fiesta de la llegada de un Dios Amigo.

En medio de nuestro vivir diario, a veces tan aburrido, apagado y triste, se nos invita a la alegría. «No puede haber tristeza cuando nace la vida» (S. León Magno). No se trata de una alegría insulsa y superficial. La alegría de quienes están alegres sin saber por qué. «Nosotros tenemos motivos para el jubilo radiante, para la alegría plena y para la fiesta solemne: Dios se ha hecho hombre, y ha venido a habitar entre nosotros» (L. Boff). Hay una alegría que sólo la pueden disfrutar quienes se abren a la cercanía de Dios, y se dejan coger por su ternura.

Una alegría que nos libera de miedos, desconfianzas e inhibiciones ante Dios. ¿Cómo temer a un Dios que se nos acerca como niño? ¿Cómo huir ante quien se nos ofrece como un pequeño frágil e indefenso? Dios no ha venido armado de poder para imponerse a los hombres. Se nos ha acercado en la ternura de un niño a quien podemos hacer sonreír o llorar.

Dios no puede ser ya el Ser Omnipotente y Poderoso que nosotros sospechamos, encerrado en la seriedad y el misterio de un mundo inaccesible. Dios es este niño entregado cariñosamente a la humanidad, este pequeño que busca nuestra mirada para alegrarnos con su sonrisa.

El hecho de que Dios se haya hecho niño, dice mucho más de cómo es Dios, que todas nuestras cavilaciones y especulaciones sobre su misterio. Si supiéramos detenernos en silencio ante este Niño y acoger desde el fondo de nuestro ser toda la cercanía y la ternura de Dios, quizás entenderíamos por que el corazón de un creyente debe estar transido de una alegría diferente estos días de Navidad. Ya estamos en Navidad. Es difícil estropear más unas fiestas tan entrañables. 

Villancicos nacidos un día para adorar a un Dios cercano, son deformados hoy por la publicidad de la TV o repetidos hasta la saciedad en comercios y grandes almacenes. Símbolos llenos de ternura solo sirven para incitar a la compra. Todo se llena de luces que no iluminan el interior de nadie y de estrellas que no guían a ninguna parte. 

¿Qué se esconde detrás de todo esto? ¿A qué viene esta «atmósfera» tan especial? 

En el ambiente flota el recuerdo vago de un niño nacido en un pesebre. Pero, ¿por qué este niño y no otro? ¿Es todo una leyenda ingenua? ¿Sólo un pretexto para poner en marcha los mecanismos de la sociedad de consumo? ¿Por qué sigue teniendo la Navidad esa fuerza tan evocadora? Tiene que haber algún secreto.

Según algunos, se trata, en buena parte, de un deseo secreto de recuperar la infancia perdida. El hombre moderno está necesitado de ternura y protección. La vida se le hace demasiado dura y despiadada. Es muy fuerte la contradicción entre la realidad penosa de cada día y el deseo de felicidad que habita al ser humano. Por eso, al terminar la Navidad, son bastantes los que sienten el sabor agridulce de una fiesta fallida o inacabada.

Por otra parte, es fácil observar que, tras el derroche, las cenas abundantes y la fiesta, se encierra una fuerte dosis de nostalgia. Se canta la paz, pero no es posible olvidar las guerras y la violencia. Nos deseamos felicidad, pero nadie ignora la crisis y las desgracias. Se hacen gestos de bondad, pero no se puede ocultar la crueldad y la insolidaridad. Nuestros deseos navideños están muy lejos de hacerse realidad.

Sin embargo, una experiencia común aflora estos días en el corazón de muchos: el mundo no es lo que quisiéramos. Creyentes y no creyentes, hombres ilustrados y gentes sencillas, todos parecen percibir que el ser humano está reclamando algo que no es capaz de darse a sí mismo.

Tengo la impresión de que Navidad es la fiesta que mejor puede ser compartida por todos, cualesquiera que sean nuestras convicciones o nuestras dudas, pues, en el fondo, todos captamos que nuestra existencia frágil y desvalida está necesitada de salvación.

Estos días, la liturgia cristiana nos recuerda una frase del evangelista Juan. Nos dice que este niño que nace en Belén es «luz para todo hombre que viene a este mundo», para los que creen y para los que dudan, para los que buscan y para los que no creen necesitarlo.

Este Dios «hecho hombre por nuestra salvación» es más grande que todas nuestras dudas o esperanzas, más grande que nuestros gritos y blasfemias.

Es Dios. Es amor infinito al hombre. Es nuestra salvación.

José Antonio Págola
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Ánfora y Corazón

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